Acerca de Lecciones para un suicida
LA MEMORIA
Y EL OTRO
Nueve cuentos de amor, locura
y muerte. Ese puede haber sido el subtítulo del primer libro del joven narrador
Jack Flores Vega, Lecciones para un suicida (Ediciones VL, Lima, 2001, 89 pp).
Y ello porque, en efecto, el conjunto de relatos que reseñamos remite al
espectáculo de las pasiones humanas. El repertorio de temas es notoriamente
patético –entendido este último vocablo estrictamente en términos etimológicos-.
Crímenes pasionales, asesinatos, desamparo, seducciones y dos suicidios sirven
para delinear las conflictivas vidas y los dilemas existenciales de sus
personajes, que no por azar –como veremos más adelante- son exclusivamente
pobladores de asentamientos humanos ubicados en los márgenes de la capital de
la República.
Flores Vega ha confeccionado
su comedia humana echando mano a técnicas literarias modernas, tales como el
monólogo interior, el narrador omnisciente y los diálogos intercalados, todo
ello puesto al servicio de una narración ágil, de índole casi exclusivamente
realista, anecdótica, de efecto calculado, a veces humorístico, que sorprende y
sobre todo entretiene al lector.
Pero quizá el rasgo más
marcado es la evidente intención de los textos de enfocar algunos aspectos
morales y políticos de la sociedad contemporánea que afectan directamente a un
sector marginal de la población limeña. Lecciones
para un suicida, por ello, puede considerarse como una exploración de la
cultura del migrante, que contrasta y entra en crisis al contacto con la
cultura dominante de la capital.
La anécdota y la identidad
Una lavandera le cuenta a su
patrona cómo conoció a su esposo. Un preso le cuenta a otro preso cómo su
comunidad ajustició a un ratero. Un
hombre cuenta a sus amigos cómo su abuela visitó el cielo y el infierno. Es
curioso comprobar que en tres cuentos que conforman Lecciones para un suicida
se repite la misma situación comunicativa en la que un personaje ficcional
cuenta una historia a un auditorio también ficcional.
Como en las muñecas rusas o
las cajas chinas, los cuentos Linchamiento,
El que piensa y El enviado enmarcan cada uno un cuento dentro de sí, que en los
tres casos citados adopta el género de anécdota.
En Linchamiento, probablemente el mejor cuento del libro, la anécdota
es la siguiente: un grupo de pobladores de un asentamiento humano da muerte a
un extraño que entró a la vivienda de uno de ellos para robar y violar a una
niña, aprovechando que las personas mayores se hallaban departiendo en una
actividad comunal –una pollada-. Sin embargo, el delincuente es apresado por
los vecinos y recibe como castigo una muerte horrorosa: es bañado en gasolina y
muere quemado. Cuando llega la policía para hacer las pesquisas e interrogar a
los testigos del hecho, un efecto psicológico defensivo hace que nadie haya
visto quien fue el que le prendió fuego al criminal. De esta manera, todos son
responsables, pero nadie es culpable. Como Fuenteovejuna. Sin embargo, la
policía detiene como sospechoso a un vecino, que es precisamente el que narra
la historia. Este personaje –que tampoco vio nada y explica su ceguera porque
no es un soplón –se muestra confiado
ante su interlocutor (que es otro preso) en que pronto saldrá libre porque su
comunidad lo respaldará en su defensa legal. Es decir, que para él no hubo
crimen y tampoco por ello debe haber castigo. El tema principal, como se
deduce, es el derecho que una comunidad tiene de quebrantar el orden moral
oficial para defenderse de agresiones externas, amparándose en un concepto distinto
de justicia. Es en otras palabras la abrupta emergencia de otra justicia,
institución que puede ser comparada con la justicia popular.
Sin embargo, queremos remarcar
el hecho de que pragmáticamente el cuento es la historia de un hombre que le
cuenta una historia a otro hombre, y que pese a la vivacidad de la descripción
realista que efectúa el personaje, él es productor de otro texto, cuya
intención comunicativa no es describir notarialmente los hechos, sino elaborar
una imagen de sí mismo y de su comunidad para explicar ante los demás (es decir
a los otros) quien es.
Eso mismo sucede en El enviado: una madre de familia pobre
hace memoria de cómo llegó a la capital y fija una versión ante su patrona en
la que ella aparece como una chica de pueblo seducida por un hombre
carnavalesco que la trajo a Lima, tuvo cuatro hijos con ella y la abandonó
escapándose con su propia hermana. A diferencia del anterior cuento esta
versión sirve ya no como simulacro de la historia de la comunidad, sino es una
apretada biografía de uno de sus integrantes. En ese plano, en el individual y
específicamente en el que corresponde al género, el cuento es la historia de
una mujer que le cuenta a otra mujer su vida. Quizá por ello el texto enfoca la
idea del desamparo y la precariedad de las relaciones con lo masculino, es
decir lo otro genérico.
En El que piensa un hombre se dirige a un grupo de amigos reunidos al
aire libre y les revela que el diablo gobierna el mundo. Sin embargo, luego de
procede a declarar que “este mundo lo hizo Dios”. Y explica esta versión en
términos dinámicos: “Es decir uno trabaja y el otro se aprovecha de lo que el
primer hizo”. Uno de los oyentes pide al narrador-protagonista que explique qué
le hace pensar de ese modo tan peculiar. Es entonces cuando este narra la
historia de su abuela, quien luego de morir se va al cielo e importuna a Dios y
a Jesús exigiéndoles que piensen algo para remediar la situación en la que se
halla el mundo (“es un mar de desgracias. Hay muchos mendigos y niños que lloran
de hambre”, “muchos niños son golpeados y otros tantos son vendidos como
bestias”, “Hay mucha injusticia en el mundo, unos pocos viven en la abundancia
mientras una gran mayoría vive en la pobreza. Los jóvenes, desesperados y
confundidos se drogan y se producen tantas guerras que llenan de luto a muchas
familias”). Las dos divinidades le dicen que nada se puede hacer que lo que
está escrito se cumplirá, y para que no cause una rebelión la expulsan del
cielo. Satanás, quien recibe a la abuela, es también interpelado de la misma
forma. Sin embargo, es más categórico en su respuesta: dice que ya todo está
pensado y lo que ocurre en el mundo se ajusta a sus deseos. La fábula moral
termina con la escena de la abuela “que se quedó a vivir en el infierno toda su
vida”, pues era en ese sitio donde realmente encontró la verdad.
Este texto es particularmente
interesante, pues es el único cuento del libro en donde el público ficcional es
la misma comunidad. Todo indica, pues, que se trata de una reunión entre iguales.
Pero llama poderosamente la atención que también sea el único relato de todo el
libro en el que cambia el registro de escritura: ya no es realista, sino más
bien fantástico. Para interpretar esa variación podemos recurrir a la
semiología, uno de cuyos postulados señala que no existe comunicación posible
entre iguales, es decir entre individuos que manejan el mismo código. La
comunicación, el intercambio, pues, solo es posible con el otro. Y es aquí
donde podemos plantear otro eje de otredad existente en el libro de Jack Flores
Vega, basándonos en la relación del fabulador con su público. Ese otro, pues sería
el artista de la palabra que a través de su imaginación puede trascender este
mundo y ver las cosas como son y también como pueden ser.
Si homologamos el narrador de
anécdotas ficcional de los cuentos con un paradigma de escritor constatamos que
como actor ha logrado insertarse en su cultura mediante los poderosos y dinámicos
atributos de la anécdota o la fábula moral revestida con aire de una remembranza
o recuerdo.
Su estrategia puede ser
descrita de manera sucinta de la siguiente forma: se trata en primer lugar de
capturar la atención del público-lector con la promesa de la diversión,
distrayéndolo de otras ocupaciones para, así mismo, transmitir o comunicar
alguna información trascendente. Un artista así no solo ha hallado una forma
eficaz de cohesionar a su comunidad, sino que también con su labor contribuye
afanosamente a la conformación de la identidad de su auditorio suministrándoles
una serie de valores.
Si echamos una hojeada a los
demás cuentos de Lecciones para un suicida, comprobamos que muchos personajes
ejercen dinámicamente los poderes de la memoria, muchas veces para sobrevivir,
como es evidente en el relato titulado “El soldado desconocido”, donde la
recuperación de su pasado sirve de reivindicación al protagonista (un viejo ex
combatiente de la guerra del 41). En cuanto al cuento “¿Te acuerdas, Regina?”, creemos
conveniente eximirnos de mayor comentario, pues una reseña debe incitar al
lector a que explore el texto por sí mismo.
Baste decir que, en términos
generales, la anécdota y la remembranza son recursos utilizados con bastante
eficacia en el libro de Jack Flores Vega. Su valor reside en que son poderosas
operaciones de la memoria y en ese sentido son una vía de relacionarnos con el
pasado de algo o de alguien. Sin embargo, son también un simulacro de la
historia, pues pretenden dar espesor a la vivencia del presente y posee el
efecto gradual de acumulación de cierto tipo de información que debe ser fijada
en la memoria de las personas y que de alguna manera pasa a ser su tradición.
Otro rasgo que no pasa
desapercibido de Lecciones para un
suicida es su vocación de entretener y la brevedad de los textos, que lo
emparenta con una antigua y muy rica tradición de literatura popular. En ese
sentido, el libro que hoy nos ocupa deriva filogenética y metafóricamente
hablando de los almanaques, esos compendios de predicciones, calendarios,
consejos médicos y agrícolas, anécdotas curiosas y fábulas morales, que
constituyeron un medio de transmisión de cultura entre las clases populares, en
España y Latinoamérica desde los siglos XVI al XIX, que no tenían acceso a la
literatura o a los libros de historia. Hay que añadir que –pese a la fama,
divulgada incluso por sus propios editores, de “servir solamente para divertir
y decepcionar al vulgo”- no fue casualidad que cumplieran una función muy
importante en la propagación de ideas políticas revolucionarias –específicamente
liberales- en épocas de absolutismo.
Las imágenes del Otro (fin)
Como fenómeno social, la
conformación de los pueblos jóvenes y asentamientos humanos en la capital ha
merecido numerosos acercamientos, que van desde estudios y análisis de
especialistas pertenecientes a distintas disciplinas sociales hasta las escenas
difundidas por los medios de comunicación. De estos últimos tenemos grabadas
las imágenes que adquirió el vertiginoso crecimiento de la capital: a un lado
de la carretera, el horizonte se puebla de un coro de siluetas humanas que
bajan de los cerros y empiezan a trabajar como hormigas. A la mañana se ve que
han transformado el paisaje: amanece un enorme arenal minado de casuchas
construidas con palos esteras. Invasores, les dicen.
En cuanto a los estudios
académicos, los discursos adoptan el típico lenguaje de la ciencia a finales de
la década de los setenta, un sociólogo afirmó que son fruto del “desborde
popular y la crisis del Estado”. Y a mediados de los ochenta un economista los
describió como “empresarios informales” y “germen de capitalismo popular”.
Finalmente, si –como dicen-
una imagen vale más que mil palabras, podemos retrotraernos a las primeras
líneas de esta reseña donde apuntábamos el carácter patético del repertorio de
temas de Lecciones para un suicida,
para señalar la identidad de estrategia de Jack Flores Vega con aquella
practicada hace cientos de años por los magos de la memoria, como Giordano
Bruno. Aquellos artífices recomendaban a aquellos oradores que quisieran
imprimir en la mente de su auditorio conceptos o ideas duraderas que las
alojasen mediante palabras en escenas monstruosas, es decir, con capacidad de
mover, impresionar, mostrar, importando poco si son obscenas. Y es eso
precisamente lo que se encuentra en el libro de Jack Flores Vega, a la venta en
la caseta de fotocopias de la facultad de Letras de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos.
Gabriel Espinoza
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