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martes, 17 de febrero de 2015

La Nada

Relato 
LA NADA


Aquella noche llegué a casa adolorido. Solo entonces he podido comprender el dolor de Jesucristo al cargar una cruz que no era tan solo pesada sino también lacerante.

Había saboreado la dicha. La felicidad me perteneció, y por unos días tuve los sueños más bonitos que me hicieron ver que la felicidad estaba al otro lado de la orilla, esa orilla que no pude o supe cruzar.

Sucedía lo de siempre. Las risas que desempolvaban alegrías viejas y las palabras que se cargaban de emoción y se disparaban para dar en el blanco, en el centro del corazón en donde iban abriendo el camino por el cual discurriría la ilusión. Después, a la salida, mi pretensión de acercarme a ella y hacerme parte de su vida. Y ella con su huida, sus pasos precipitados buscando la compañía de otra persona para que la acompañe a su casa.

Todo era desconcierto para mí. Y así sucedían los días; la misma rutina. Pero nada permanece igual. Y el camino vino abrupto, despiadado a quitarme la poquísima alegría que a mí me bastaba para ser feliz.

Mirta Bracamonte siempre demostró ser rebelde y opuesta a los prejuicios de la gente. Entraba a su juventud con la espada en una mano y, en la otra, el código de justicia por ella misma redactado. Tales eran sus armas con las que blandía sobre la mente de las personas.

Y se puso a criticarme y a darme su perorata de buen comportamiento y buen juicio. Y yo no se lo permití…. Y ella no me lo perdonó jamás.

Yo estaba en risas con Matilde en el interior del aula que se había convertido en mi nido de primavera. No encontró Mirta, mejor ocasión de intervenir para vengarse. Y susurrando al oído de Matilde, cual moderna Celestina, le iba incubando ideas deformadas de mi persona. ¡Y Matilde demostró ser tan voluble! No tardó en ponerse en mi contra.

La tortilla estaba volteada. Mi arrebato de cólera fue lento pero creciente. Y no era para menos: me quitaban la sonrisa. Uno va resistiendo el pesar, acostumbrándose a vivir así, pero nada permanece igual.

Se presentó Tintín con su presencia avasalladora y encontró el deseo en Matilde. Antes, como buen abogado que era, me dijo: “o te mandas de una vez o ella será mía.” No hay peor frase para lanzar a uno al abismo.

Las ideas se sucedían en mi cabeza tratando de hilvanar el mejor plan para acercarme a ella. Pero Tintín no espero más de un día. Lanzó otra vez su frase, pero ya no a mí, sino a ella: “Matilde, le dijo, estoy pensando que verso dedicar a tu belleza.”  Y fue un estallido de emoción para ella. Y para mí, traición. Tintín no respetó mi presencia. Y ahora la alegría de ella ya no era para mí. Estaba acabado. Decidí dar la vuelta a la página y asumir un fracaso más al corazón.

Pero Matilde no se quedó callada. ¿Quién entiende a las mujeres? Viendo mi indiferencia total hacia ella, me lanzó frases hirientes. Respondí. Y así estuvimos, pero, ya lo dije, nada permanece igual. Dándome cuenta que la guerra podía ser mucho más feroz, decidí apaciguarme. Pero, ¿quién controla las emociones?

Al día siguiente estalló la batalla, mucho más encarnizada de lo que pensaba. Ella lanzó frases amenazadoras, levantó tanto la voz que hasta en las montañas se podía escuchar, pero yo, sereno y provocador, decidí la batalla a mi favor. Todos los compañeros del salón de clases se asombraron de esta ruidosa batalla. Y se habló de ella entredientes durante algunos días.

Y así terminó todo. Lo demás no merece la pena contarse. No nos dirigimos más la palabra y nos tratábamos como extraños… y alguna que otra burla indirecta.

Y eso es todo lo que puedo decirte sobre el arte de escribir cuentos: cuando uno quiere lograr algo, surge la dificultad. Y cuando se intenta superarla, surge otra dificultad mayor, agregando tensión a la acción. Y luego vienen el final: natural e inesperado.


Jack flores

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