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sábado, 2 de abril de 2011

El laberinto

                                                                                                                    Grabado de Lynd Ward
El laberinto

Siete días después de muerto, su presencia seguía rondando en los comentarios de familia, en los rezos y lágrimas que algunos en casa derramaban; hasta que semanas después todo se fue reduciendo a algunas oraciones y encendido de velas al pie de su retrato. Pero conforme pasaban los días su presencia se fue desacralizando, o quedando relegado a rincones de la casa. Sus ropas ya habían desaparecido; mamá Rosa los guardó en un saco de lona blanca y lo fue a amontonar al lugar donde estaban los trastos, bicicletas destartaladas y demás despojos familiares. Otro día ya no estaba en la percha su sombrero de cuero, su poncho grueso, su maletín negro, pequeño, parecido al que usan los doctores de visita. Sólo quedó su retrato con su vela encendida hasta que alguien olvidó prenderla y ya nunca más se le volvió a encender ni rezar. Sólo, a veces, en ocasiones ejemplarizadoras, resucitaba su nombre en algún hecho suyo que se nos obligaba a imitar. Luego ya no hubo más nada: ni su vela, ni su retrato, ni el saco de su ropa con el que solíamos a veces jugar estrellándolo en nuestros cuerpos . La familia se mudó y dejamos, junto con los despojos mortuorios del abuelo, tantos otros despojos de los familiares presentes. Y sólo, como única presencia física y valiosa de él, nos quedó su ropero grande y antiguo; de cuatro puertas, con espejos en su interior y revestido de un material blanco, como plástico duro que con el tiempo se había vuelto amarillento y se caía por pedacitos. Nos gustaba jugar ahí, ocultarnos en su interior o encaramarnos en su techo como gato agazapado. Pero cuando uno de los tíos nos encontraba en el ropero y gritaba: ¡Bajen de ahí,!, temblábamos de miedo, y con los castigos asomaba en nosotros el recuerdo temeroso del abuelo. Pero siempre volvíamos a él; su presencia era imponente, ocupaba casi el largo de un cuarto y cabíamos muchos ahí: Nico, Susana, el pequeño Manuel y yo, y todas nuestras travesuras. Era, en las noches, como un laberinto en el que podíamos entrar, pero no salir. Hasta que un día salimos y ya no regresamos a él jamás. Nos habíamos hecho grandes y nos desplazábamos por otro laberinto más enrevesado que abarcaría toda nuestra existencia: el mundo.

Jack Flores Vega
(Relatos inolvidables)

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