Literatura Andina en Confesiones en la Plaza, de Sabino Tinta
Ayma
“La puerta se
abrió con violencia justo a esa hora de la noche en que nos envolvía un sueño
profundo. Aterrados por los bramidos tan espeluznantes los dos nos despertamos
con enorme sobresalto.”
Así empieza el
relato corto, de tensión, de fuerza. Un campesino sufre el robo de sus ganados
y en su intento por recuperarlos recurre a las fuerzas mágicas de la naturaleza
y posteriormente, a los habitantes de la comunidad de Huertacancha, con quienes
se dirige a la comisaria de la región. Hay una evidente injusticia que muestra
el autor en su historia, un clamor de lucha y unión. Los comuneros se unen para
hacer justicia con sus propias manos, se reúnen para protestar por el abuso de
las autoridades, se imponen. Pero también hay mezquindad, venganza, deseo de
hacer daño de un habitante de la comunidad al no lograr que el campesino
asaltado le preste su toro semental, que es, a la postre, lo que desencadena
todo el conflicto. Pero lo que da vida a este relato vibrante es su alma
andina, su voz telúrica, que como río torrentoso, corre y zigzaguea por el
paisaje agreste, por las pasiones humanas, por las costumbres ancestrales del
Perú profundo. Es su visión, entonces, su visión desde adentro lo que resalta,
algo que el autor conoce bien, al haber crecido allí.
“¡El apu Q’oyani es majestuoso y sabio!
¡Dios del trigo, la papa y el chuño!
Siempre venerado con fe sedienta, no solo por la misma
gente que vivía en Huertacancha, sino por los visitantes que llegaban anhelosos
de otros ayllus a descargar sus tropiezos y pecados. La gente que acudía a
rendir reverencia ofrendaba con pago a la tierra, lo mínimo un cordero, un
choclo, una papa, una espiga de trigo y hojas de coca que no faltaban.”
El cerro tutelar, la apacheta, la hoja de coca están
presentes en la vida cotidiana del hombre andino.
“Mi padre, en medio del viento que corría intenso, que traspasaba hasta el poncho y la chalina,
empezó a llamar con todas sus voces:
¡Wawqeykunaa! ¡Uyuriwaychis!
¡Kay tutan uywayta suwaruwanku!...”
Y luego, en otro pasaje, dirigiéndose al cerro, la mujer
que se comunica con el apu Q’oyani, que lee las hojas de coca:
“-¡Taytallay, apu Q’oyani, han robado nuestros ganaditos
–empezó a exhortar doña Casimira con la mano en el pecho y mirando fijamente al
techo.”
Y luego la tensión en la comisaria, y el castigo que se da a los
ladrones.
Pero el relato no solo muestra las vivencias, si no
también que desarrolla la historia con tensión, con intensidad. Aquí una
escena:
“-Toma mierda, ¿por qué has robado, dime?, ¿por qué?
En cada latigazo, los abigeos se doblaban como una
arcilla y gritaban adoloridos pidiendo perdón. “
Impacta el relato, y su final, penoso, triste porque
sucede a unos habitantes de la comunidad, acicateados no solo por la ambición,
sino también por la sequía:
“En esos cortos minutos de mi sueño vi que en nuestra
comunidad la sequia se había prolongado desde enero hasta agosto. Los cerros y
los ríos ardían en llamas por el calor intenso; la papa, el trigo y el maíz
crepitaban por la helada de diez bajo cero. La gente no tenia qué comer,…”
Es un relato corto el que nos muestra Sabino Tinta, en
Confesiones en la Plaza, pero intenso; ahí ha condensado el drama del hombre
andino; su alegría y su pena y sus costumbres, aun vigentes. Y nos conmueve ese
drama porque también es nuestro, pero sobretodo, nos conmueve por la manera
cómo lo cuenta, cómo nos lo hace vivir; tiene una naturalidad, una fuerza.
Parecería que allí no hay técnica, pero no nos engañemos sí la hay, empezando
por quien cuenta la historia: un niño, el hijo del hombre asaltado. Eso le da
un mejor acercamiento a los hechos.
Y hay más recursos técnicos, pero eso ya ameritaría otro comentario.
Por el momento, leamos a Sabino y su apuesta andina, su sincretismo cultural,
su gozo al mostrarnos una literatura de gran alcance.
Lima, 23
de septiembre de 2020
Jack
flores Vega