El corral de mi infancia.
Más de una vez me preguntaron: ¿Cómo puedo hacer para que mi hijo lea?
Y mi respuesta fue. Lea usted con él. De esa manera ambos disfrutaran de la lectura, y el niño más que Ud.
También me preguntaron: ¿No tiene Ud. cuentos para niños?
No, no tengo –era verdad, no tenía cuentos para niños, solo para adultos. Yo empecé escribiendo para adultos.
Y también recuerdo la pregunta de un amigo, por Messenger:
¿No quieres trabajar adaptando cuentos para niños? Si te fijas bien, la estructura es sencilla y lo puedes reacomodar. Y mi respuesta, llena de entusiasmo fue: claro, y si quieres puedo escribirlos; yo, de chiquito, he criado pollitos, patitos, gallitos.
No era mentira, era una verdad.
Yo tenía que darles de comer y beber a los animales que, en mi casa, en la parte de atrás, mi madre había hecho un corralón y allí vivían estos animalitos.
Y empecé a recordar.
Recordaba a los patitos recién nacidos que seguían a mamá pata. El salto a la poza de agua, su manera de beber, de mojarse el plumaje. En fin. Tantos detalles.
También me pidieron como tarea, en una universidad que estudiaba, luego de una explicación corta de la estructura del cuento, que intente escribir uno, un cuento, y me nombraban una serie de pasos que debía seguir.
Era un reto. Yo, acostumbrado a escribir cuentos para adultos, de pronto estar ante el reto de escribir un cuento infantil. Pero no era eso lo que me entusiasmaba, lo que me daba una sensación de alegría y rebeldía, era la condición de principiante en que me ponía tal pedido.
Entonces, como en el cuento de El caballero Carmelo, afloró en mí el orgullo de gallo de raza, como dice Abraham Valdelomar, autor de ese famoso cuento, y entonces, acicateado por la pregunta, y encontrándome en mala situación, herido frente al pedido, embestí y empecé a escribir.
Así logre escribir el cuento El gallito que leía periódicos: una mezcla de entusiasmo y rebeldía, entre los recuerdos de infancia criando pollitos y el imperativo de superar el reto, de reírme, tomarles el pelo a los que me habían retado, sorprenderlos, aniquilarlos, tal como el Carmelo hizo con el Ajiseco, lo que logró, aunque a la postre, le costó también la vida. A mi también me costó la vida, la vida ordinaria, claro, no fue como El Carmelo que falleció, fue algo distinto, empecé a viajar seguido, me volví casi un exiliado, un exiliado de mi ciudad natal. El gallito lo presente en distintos lugares, en Cajamarca, en un pueblito de la sierra de ese lugar, San Pablo, luego en La Merced, en Huancayo, en Lima, Arequipa y al final, Huaral. Me convertí en un exiliado, me acostumbré a los viajes, a estar más tiempo en un asiento de un bus interprovincial. A disfrutar de la acogida y clima de un lugar, como Arequipa. Al final, termino sin saber cuál es realmente mi lugar de residencia. Si La Merced, Arequipa o Lima, o el asiento de un bus interprovincial.
Pero no es solo de esto de lo que quería hablar, sino del libro, del gallito, de los cuentos que componen el gallito.
Como les decía, escribir el gallito fue cosa de juego y reto, y algo de amor propio. Lo escribí rápido y lo entregué. Tarea cumplida. Pero luego me di cuenta que había que quitarle o agregarle algo. Corregir. Y luego pensar en el patito, en el ganso, en otras aves de mi corral. Y pensar en el título, eso sí fue rápido: cuentos de mi corral, ya lo tenía, estaba en mi cabeza. Pero para saber mas, escribir mas, hay que leer más, hay que investigar. Y entonces me puse a leer más literatura infantil. Y me encontré en un viaje, entretenido, maravilloso. Con autores fabulosos, con magos de la fantasía.
Y entonces los cuentos de mi corral fueron cambiando.
Porque salieron otros temas, a veces de casualidad, inconscientemente: el osito que no podía dormir, la tortuga celosa.
Entonces el título cambió.
La creación literaria es así, uno no sabe qué va a salir. Es como un baúl o un sombrero de mago del que salen muchas cosas. A veces hasta la suerte interviene.
Uno tiene una idea y empieza, pero no sabe cómo va a terminar. Quizás la maravilla de escribir esté en eso. El primer sorprendido es el autor.
Escribí cinco cuentos, luego dos más: siete, a pedido de un editor con quien no publiqué, y luego uno más, ocho. Porque ya sabia con quien había empezado la literatura infantil. Con Charles Perrault y su libro, cuentos de mi madre la oca, compuesto de ocho cuentos, que hasta el día de hoy, y mientras siga girando el mundo, se seguirá leyendo.
Así fue que mi libro completó ocho cuentos y por eso lleva ese título del primer cuento y no el de cuentos de mi corral. Porque salieron otros cuentos, diferentes, fantasiosos: el deseo de una hoja de papel, lo que sucedió a una escoba desgastada, etc.
Mi corral entonces, ya no era solo de animalitos criados en mi infancia, sino también de seres criados en mis sueños, anhelos, en la imaginación y el amor; un corral de cuentos distinto que, también, para mi suerte -otra vez la suerte- ha gustado a las personas que no cesan de agradecerme. ¡Pero si el agradecido soy yo!
Bueno, no importa. Esperemos por el próximo corral.
Mil gracias.
Lima, 11 de noviembre de 2011
Jack flores vega